Si hay algo especial en la vida, si para todos hay algo imprescindible, eso es la luz.
La luz lo inunda todo y nos permite observar el mundo, aprender, crecer y progresar.
La luz es nuestro combustible vital, lo que nos da vida.
Por eso, cuando vengo a León, me encanta levantarme pronto y recorrer la ciudad hasta sus límites, dejando que esa primera luz tímida pero revoltosa me acaricie la piel y me vaya mostrando los diferentes tonos de esta impresionante ciudad.
Porque si hay algo diferente en León, si hay algo único, si hay algo que no he sentido en ningún otro lugar, es su luz.
Algo tiene la luz de León, que la sientes y te hace sentir que te abriga y te motiva, que te acompaña.
Quizás sea esta luz la que da ese encanto a sus edificios, la que transmite su historia, la que ilumina los rostros de las personas y forja su carácter.
Esa misma luz que ilumina el camino, que guía y une a las personas, la que permite fijarse en los detalles y disfrutarlos, la que nos hace ver más allá y perder el miedo.
Esa luz que, sin duda, ha otorgado a León su personalidad durante los siglos hasta hoy en día, llenándola de color y diversidad, haciéndola brillar.
Me encanta la luz de León, hasta sus últimos destellos, hasta cuando se esconde y deja que la propia luz de la ciudad en sus edificios y sus calles, sus lugares, tengan también su protagonismo.