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Mis días transcurrían sin tensión en esos dos mundos, casi ajena a la incongruencia que entre ambos existía.
Con la misma naturalidad transitaba por aquellas anchas vías jalonadas de pasos de carruajes y grandes portalones que recorría el entramado enloquecido de las calles tortuosas de mi barrio, repletas siempre de charcos, desperdicios, griterío de vendedores y ladridos punzantes de perros con hambre; aquellas calles por las que los cuerpos siempre andaban con prisa y en las que, a la voz de agua va, más valía ponerse a cobijo para evitar llenarse de salpicaduras de orín.
Artesanos, pequeños comerciantes, empleados y jornaleros recién llegados a la capital llenaban las casas de alquiler y dotaban a mi barrio de su alma de pueblo.
Muchos de ellos apenas traspasaban sus confines a no ser por causa de fuerza mayor; mi madre y yo, en cambio, lo hacíamos temprano cada mañana, juntas y apresuradas, para trasladarnos a la calle Zurbano y acoplarnos sin demora a nuestro cotidiano quehacer en el taller de doña Manuela.
Al cumplirse un par de años de mi entrada en el negocio, decidieron entre ambas que había llegado el momento de que aprendiera a coser.
A los catorce comencé con lo más simple: presillas, sobrehilados, hilvanes flojos.
Después vinieron los ojales, los pespuntes y dobladillos.
Trabajábamos sentadas en pequeñas sillas de enea, encorvadas sobre tablones de madera sostenidos encima de las rodillas; en ellos apoyábamos nuestro quehacer. Doña Manuela trataba con las clientas, cortaba, probaba y corregía.
Mi madre tomaba las medidas y se encargaba del resto: cosía lo más delicado y distribuía las demás tareas, supervisaba su ejecución e imponía el ritmo y la disciplina a un pequeño batallón formado por media docena de modistas maduras,
cuatro o cinco mujeres jóvenes y unas cuantas aprendizas parlanchinas, siempre con más ganas de risa y chisme que de puro faenar.
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