Pasaban los años, pasaba la vida. Cambiaba también la moda y a su dictado se acomodaba el quehacer del taller. Después de la guerra europea habían llegado las líneas rectas, se arrumbaron los corsés y las piernas comenzaron a enseñarse sin pizca de rubor.
Sin embargo, cuando los felices veinte alcanzaron su fin, las cinturas de los vestidos regresaron a su sitio natural, las faldas se alargaron y el recato volvió a imponerse en mangas, escotes y voluntad.
Saltamos entonces a una nueva década y llegaron más cambios. Todos juntos, imprevistos, casi al montón.
Cumplí los veinte, vino la República y conocí a Ignacio. Un domingo de septiembre en la Bombilla; en un baile bullanguero abarrotado de muchachas de talleres, malos estudiantes y soldados de permiso.
Me sacó a bailar, me hizo reír. Dos semanas después empezamos a trazar planes para casarnos.
¿Quién era Ignacio, qué supuso para mí? El hombre de mi vida, pensé entonces.
El muchacho tranquilo que intuí destinado a ser el buen padre de mis hijos. Había ya alcanzado la edad en la que, para las muchachas como yo, sin apenas oficio ni beneficio, no quedaban demasiadas opciones más allá del matrimonio.
El ejemplo de mi madre, criándome sola y trabajando para ello de sol a sol, jamás se me había antojado un destino apetecible.
Y en Ignacio encontré a un candidato idóneo para no seguir sus pasos: alguien con quien recorrer el resto de mi vida adulta sin tener que despertar cada mañana con la boca llena de sabor a soledad.
No me llevó a él una pasión turbadora, pero sí un afecto intenso y la certeza de que mis días, a su lado, transcurrirían sin pesares ni estridencias, con la dulce suavidad de una almohada.