Jimmy vende su pesca en el mercado local. Sabe que sólo puede vender pescado fresco, por lo que tira los malos, sin importar el tiempo que le lleve encontrarlo, pescarlo y limpiarlo.
Jimmy sabe que si vendiera productos estropeados, sus clientes no regresarían. Entonces, en lugar de llorar por el pescado rancio, los considera costos irrecuperables y vende lo que los clientes realmente quieren.
En su tiempo libre, Jimmy no es tan racional. A diferencia de los peces que no van al cine, Jimmy sí va. Se compra una entrada para el espectáculo de la tarde. Pero resulta que unas horas antes de que empiece la película, sus amigos quieren encontrarse para jugar al fútbol, el deporte favorito de Jimmy. Como ya gastó el dinero en la entrada, rechaza la invitación. Según la teoría de los costos irrecuperables, no debería haberlo hecho: el dinero que gastó en las entradas ya no existe y no lo recuperará viendo la película.
Lo que importa es que se lo pase bien.
Jimmy cae en la llamada falacia del costo irrecuperable o costo hundido, el fuerte miedo natural a perder lo que ya poseemos y la tendencia de nuestro cerebro a atesorar todas las cosas que poseemos.
Un ejemplo más famoso de la falacia es el Concorde, el avión de pasajeros supersónico. La construcción del avión resultó ser muy difícil y costosa, pero en lugar de cerrar el proyecto, los gobiernos británico y francés continuaron financiándolo a pesar de que sabían que el avión no tendría ningún beneficio económico. Argumentaron que habían invertido demasiado como para darse por vencido.
Para probar la falacia del costo irrecuperable, los economistas Hal Arkes y Catherine Blumer idearon un experimento utilizando abonos de temporada para el teatro. El precio normal para la temporada era de $15, pero a algunas personas se les dieron descuentos al azar de $7 o $2. Resultó que las personas que habían pagado el precio regular asistieron a más obras que los que recibieron un descuento.
Curiosamente, los únicos que se comportaron racionalmente fueron los niños menores de 6 años.
Los economistas conductuales sugieren que hay tres razones psicológicas para nuestra irracionalidad.
1. Aversión a las pérdidas: la gente prefiere evitar pérdidas a adquirir ganancias equivalentes —la mayoría evita apuestas en las que pueda ganar $50 porque también podría perder $50.