Antes de los imperios y la realeza, antes de la cerámica y la escritura, antes de herramientas metálicas y armas, había queso.
Ya en 8000 aC, los primeros agricultores neolíticos que vivían en la Media Luna Fértil comenzaron un legado de fabricación de queso casi tan antiguo como la civilización misma.
El auge de la agricultura dio lugar a ovejas y cabras domesticadas, que los antiguos agricultores criaban para obtener leche.
Pero cuando se deja a temperatura cálida durante varias horas, esa leche fresca se empezaba a agriar. Sus ácidos lácticos causaron que las proteínas coagularan formando grupos blandos.
Al descubrir esta extraña transformación, los agricultores drenaron el líquido restante, más tarde denominado lactosuero, y descubrieron que los glóbulos amarillentos se podían comer frescos como comida suave y untable.
Estos grupos o cuajadas se convirtieron en la base del queso, que finalmente sería envejecido, prensado y madurado en una diversa cornucopia de delicias lácteas.
El descubrimiento del queso dio a las personas neolíticas una enorme ventaja de supervivencia.
La leche era rica en proteínas esenciales, grasas y minerales.
Pero también contenía altas cantidades de lactosa.
Un azúcar difícil de procesar para muchos estómagos antiguos y modernos.