En tercer término: la creencia en el progreso necesario.
Para nuestros abuelos y nuestros padres las ruinas de la historia – cadáveres, campos de batalla desolados, ciudades demolidas – no negaban la bondad esencial del proceso histórico.
Los cadalsos y las tiranías, las guerras y la barbarie de las luchas civiles eran el precio del progreso, el rescate de sangre que había que pagar al dios de la historia.
¿Un dios? Si, la razón misma, divinizada y rica en crueles astucias, según Hegel. La supuesta racionalidad de la historia se ha evaporado.
En el dominio mismo del orden, la regularidad y la coherencia – en las ciencias exactas y en la física – han reaparecido las viejas nociones de accidente y de catástrofe.
Inquietante resurrección que me hace pensar en los terrores del Año Mil y en la angustia de los aztecas al fin de cada ciclo cósmico.
Y para terminar esta apresurada enumeración: la ruina de todas esas hipótesis filosóficas e históricas que pretendían conocer las leyes de desarrollo histórico.
Sus (reyentes, confiados en que eran dueños de las llaves de la historia, edificaron poderosos estados sobre pirámides de cadáveres.
Esas orgullosas construcciones, destinadas en teoría a liberar a los hombres, se convirtieron muy pronto en cárceles gigantescas.
Hoy las hemos visto caer; las echaron abajo no los enemigos idelógicos sino el cansancio y el afán libertario de las nuevas generaciones.