Nací en Montevideo, Uruguay, en el año 1941, es decir, cuando desgraciadamente Europa estaba en plena Guerra Mundial.
A la izquierda de mi casa vivía un viejo zapatero remendón, judío polaco, milagrosamente escapado de la masacre; y a la derecha, un adusto músico alemán con un parche negro en un ojo.
Cuando le pregunté a mi madre, maestra de escuela obligatoria, laica, gratuita y mixta, por qué el judío y el alemán no se saludaban me respondió: "en Europa se habrían matado".
Mi padre, nacido en el campo, que había emigrado a la capital seducido por lo que el tango llama "las luces del centro" me dijo algo muy sencillo: "Europa no existe.
¿Has visto en el mapa algún lugar que se llame Europa?" No había.
Cuando pregunté por qué la llamaban Segunda Guerra Mundial me explicaron que apenas veinte años antes había sucedido la primera.
También en el barrio había muchos exiliados españoles porque además de una guerra cuyos motivos yo no conocía, en España había una terrible dictadura que había matado a miles y miles de personas y hecho huir a otras miles.
El mundo parecía un lugar muy peligroso fuera de Montevideo.
Pero la biblioteca de mi tío, funcionario público, culto, gran lector y ferozmente misógino me permitió conocer que siempre había sido así.
Desde los orígenes, desde los tiempos bíblicos o desde los griegos y troyanos.