Correteaba de aquí para allá, tarareando un romance de ciego, que le enseñó un juglar y botando la dichosa pelotita de oro, lanzándola contra las paredes.
Acto seguido, el mismo oficial se había vuelto para seguir charlando con un grupo de generales condecorados, a quienes a continuación, obsequioso como un perrito faldero, condujo hasta la dichosa plataforma.